El discernimiento es la acción por la
que se busca distinguir, diferenciar, entre dos cosas que por lo
general se nos aparecen como buenas. En el lenguaje coloquial podemos decir
que una persona “sin discernimiento” es aquella que toma las cosas a la
ligera, que no es capaz de hacer un juicio cabal sobre la realidad ni
de actuar consecuentemente.
La falta de discernimiento puede llevar, en
este sentido, a actuar sin sopesar bien lo que se hace. En una ocasión se acercaron al
Señor Jesús unos fariseos y saduceos y, con la intención de ponerlo a
prueba, le piden que les muestre una señal del cielo. Jesús les
responde evidenciándoles su capacidad de “leer” el clima observando los
signos de la naturaleza: «Ustedes saben discernir el aspecto del cielo», les dice. Sin embargo, continúa, «no pueden discernir las señales de los tiempos»1.
En buena cuenta lo que Jesús les dice es: son ustedes muy hábiles para
discernir el clima, para pronosticar si habrá tormenta a partir de las
nubes que hay en el cielo, pero no se han dado cuenta de que están
rodeados de signos espirituales (los signos de los tiempos) que hablan
de la llegada del Mesías.
Para poder discernir cuál es la
voluntad de Dios, cuál es su Plan de amor para nosotros, San Pablo nos
dice que es fundamental que nos transformemos interiormente según el
“hombre nuevo” que es Cristo. La renovación de la mente a la que
alude el Apóstol Pablo no se produce tanto por la acción de una ley
externa sino que comienza en el interior del hombre, por la íntima
iluminación del Espíritu Santo que nos hace capaces de distinguir el
bien del mal y de seguir el camino del bien. A eso nos referimos cuando
hablamos de un discernimiento espiritual. Todo aquello que nos aleje de la vida
en el Espíritu se convierte en obstáculo para un buen discernimiento
espiritual. Es responsabilidad de cada quien identificar en su interior
los propios obstáculos para un recto pensar y un recto obrar:
Terquedad, impaciencia, soberbia, autosuficiencia, pereza mental, o
cualquier otro.
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